La historia contada con humor transcurre en la extinta Alemania de la Guerra Fría. Un obrero decide enviar una correspondencia, sabiendo que va a ser leída por sus guardias. Entonces, advierte a sus afectos: «Acordemos un código en clave: si les llega una carta mía escrita en tinta azul, lo que cuenta es cierto; si está escrita en rojo, es falso». Al cabo de un mes, los amigos reciben la primera carta y está escrita en azul. Dice: «Aquí todo es maravilloso: las tiendas están llenas, la comida es abundante, los apartamentos son grandes y con buena calefacción, en los cines pasan películas de Occidente y hay muchas chicas guapas dispuestas a tener un romance. Lo único que no se puede conseguir es tinta roja».

El relato es un fragmento del libro Mis chistes, mi filosofía, del divulgador esloveno Slavoj Žižek. Se trata de una de las tantas muestras que permiten dimensionar los amplios alcances de una disciplina que tiene aproximadamente 25 siglos de vida.

Desde hace unos años, la UNESCO estableció que cada tercer jueves de noviembre sea el Día Mundial de la Filosofía, una reivindicación a la valía de un saber que está muy vinculado a la particularidad de la especie humana, única capaz de reflexionar sobre sí misma y, por caso, comprender un chiste.

Actualmente, el auge de las comunicaciones ha reposicionado a la filosofía en la escena pública, un boom que llega a multitudes, copa el espectáculo, la convierte en show y le quita cierto síndrome elitista proveniente del sesgo conservador de las academias.

Uno de los primeros grandes protagonistas de este saber fue Sócrates, figura emblemática de los sectores más humildes de la Antigua Grecia, que en lugares abiertos ridiculizaba a miembros de la aristocracia y agitaba a los jóvenes para que se rebelaran, todo lo cual le costó la humillación de ser condenado al destierro, aunque optó por no dar el gusto a sus detractores y tragó la cicuta en un épico suicidio que paradójicamente lo convirtió en héroe. Luego fue emparentado con celebridades como Jesús, Galileo, Mandela, Simone de Beauvoir, Che Guevara, Lennon o Malala, quienes se convirtieron en íconos políticos.

Que la filosofía vuelva a circular simbólicamente en las calles, como lo fue a sus inicios, podría considerarse tanto una conquista como una urgencia, lo cual no debería ir necesariamente en desmedro de los intelectuales que la siguen consagrando como un saber propio de un reducido grupo de elegidos. Esta última mirada siempre debería cuestionarse por su hegemónico criterio de legitimación, lo cual se opone a otras tendencias también válidas que animan la pretensión de diálogo y pluralidad propia del saber filosófico.

La cuestión queda abierta a varios interrogantes, entre ellos la duda puntual de si la filosofía y el filosofar pueden quedar sometidos a ejercicios del pensamiento que desvirtúen el aura que tuvo en sus comienzos.

En todo caso, ¿qué sería saber filosofía y quién lo decide?

¿Dónde se encontraría el Supremo Tribunal del Universo para establecer cómo se lleva a cabo la acción y el efecto de filosofar?

Y así las cosas, ¿qué podrían llegar a perder las sociedades contemporáneas si la filosofía creciera en popularidad?

Autor: AdrianoLH

Artículo anteriorEl Ministerio de Educación y la Subsecretaría de Diversidad continúan promoviendo capacitación en Ley Micaela en su módulo II
Artículo siguienteComienza el programa Del Sur Jam

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí