Por definición, “amistad” comparte raíz etimológica con “amor”. El prefijo “am” comunica ambos vocablos, que también se emparentan con la palabra “madre”.

En una asociación libre, ¿qué tienen en común “amistad”, “amor” y “madre”? Evidentemente, el sentimiento de afecto o cariño que se desarrolla; desde un sujeto individual (en efecto, una persona) hacia un otro.

Aun así, el concepto es problemático, por lo cual abre un conjunto de interrogantes que no terminan de resolverse:

¿Es la amistad una actividad puramente humana?

¿En cuánto se ve limitada la racionalidad del vínculo al aparecer involucrado el sentimiento?

¿Existe realmente la amistad?

Si el mundo en su totalidad es una experiencia que tiene la aspiración de asemejarse a la abstracción de alguna idea, tal como postulaba Platón, puede que la amistad se trate de una entidad cuyos rasgos sean bien reconocibles. Es decir, se puede comprender intelectualmente qué características hacen al concepto de amistad.

Sin embargo, quien se ocupó especialmente de este asunto en la Antigua Grecia fue Aristóteles, un pensador enfocado en establecer algunas pautas de conductas y valores morales a partir de las cuales desarrolló su ética; al fin y al cabo, una de las especialidades de la filosofía.

En su conceptualización, Aristóteles distinguió tres características: la amistad por placer (compartir vivencias y disfrutarlas), por utilidad (recurrir a alguien como medio para satisfacer algún deseo) y –según él- la más auténtica y valiosa de todas: aquella que se presenta de manera desinteresada; esto es, ofrecer algo sin necesidad de recibir a cambio.

(Cuenta la leyenda que, entre los suyos, el filósofo en cuestión llegó a confesar que en esa clasificación, tan exigente y rebuscada, casi imposible de cumplir, “la amistad no existe”).

Discusiones al margen, la idea de amistad –que atraviesa asimismo la historia de los seres humanos- constituye un elemento clave que tiene implicancias políticas: es a partir de esa relación nacida inicialmente entre dos personas que se puede analizar la trama de una sociedad organizada en células, en las que luego habrá momentos de tensión, dando así lugar a factores de poder.

La relación amistosa estaría implicando, en principio, semejanza y reciprocidad. Uno es amigo de quienes son sus amigos; tan sencillo como eso (porque ser amigo de alguien que no responde a la invitación, no es amistad).

¿Pero cómo puede medirse la intensidad entre dos fuerzas? ¿Acaso, siguiendo a Hegel, no todo vínculo lleva implícito una relación de dominador (Amo) y dominado (Esclavo)? De ser así, una amistad entre dos personas implica la preponderancia de una sobre la otra; por lo tanto, se estaría rompiendo el nexo de semejanza y reciprocidad. Entonces, si eso no es amistad, ¿qué es?

Por otra parte, más visceral y escéptico, se muestra Nietzsche. Directo y sanguíneo como su filosofía, afirmaba que el mejor de los amigos es a su vez el peor de los enemigos. En este juego de palabras hay una apelación a la sinceridad brutal: quien mejor te conoce es quien mejor conoce tus defectos; y al señalártelos, puede que solamente coseche tu rechazo.

Si esa noción que comúnmente circunscribimos a la humanidad como un intento por domesticar las pasiones, generar empatía y promover acercamientos que fortalezcan la espiritualidad (una dimensión que se aleja de algo así como el sinsentido de la vida), entonces cobra especial relevancia la iniciativa del compatriota Enrique Ernesto Febbraro, un personaje ilustre de nuestro país que pasó casi desapercibido por ser su legado mucho más rimbombante que su propio nombre.

Hijo de un porteño bohemio que llegó a compartir tertulias con Borges, Lugones, Manzi y Discépolo, fue odontólogo, músico y periodista. Estudió filosofía e incursionó en el periodismo. Antes de fallecer en 2008, había sido postulado dos veces para el Premio Nobel de la Paz.

Hablamos de la persona que –nacida en Lomas de Zamora- creó la jornada tan especial a los afectos: El Día del Amigo, celebración que cada 20 de julio homenajea aquel pequeño paso para el hombre pero gigante para la humanidad, evoca la llegada del hombre a la Luna en 1969.

En su momento, Febbraro tuvo la maravillosa corazonada de escribir mil cartas para que llegue a cien países; y tal fue el efecto que muchos lugares del mundo legitimaron la propuesta.

(Sin temor a la chabacanería, reconozcámoslo: es un invento argentino aunque alguna vez se demuestre lo contrario).

Llama la atención que en sociedades líquidas como describe Bauman –con vínculos vagos y superficiales, que se diluyen en la inmediatez y la insignificancia-, prevalezca una idea romántica de la amistad, como una sólida conexión entre personas que se juran fidelidad, comprensión e infinitud; pase lo que pase y cueste lo que cueste.

Canciones de bandas anglosajonas como Queen (“Friends Will Be Friends”, surgida en plena Guerra Fría) y Counting Crows (“All my Friends”, una balada en el trance de una globalización despersonalizada), se intercalan con otras del crédito local que apelan a la melancolía: Los Enanitos Verdes compusieron “Amigos” pocos años después de la primavera alfonsinista y Attaque 77 reversionó “Amigo” para acompañar al desahuciado epílogo del menemismo neoliberal.

Series de TV como Amigos son los Amigos (Argentina, 1990-1993) y Friends (Estados Unidos, 1994-2004) intentaron suavizar el duelo de aprender que en el fin de un siglo y el comienzo de otro sucede una eternidad que cabe en la angustia de un instante; todo dura un suspiro y la vida pasa demasiado rápido.

Mientras la relativamente reciente película Amigos Inseparables (Francia, 2011) es una comedia dramática que apela a la risa y al llanto como síntesis de una amistad total –a prueba de decepciones y posibles abandonos-, las redes sociales hicieron creer que tener un millón de amigos podía ser posible.

Facebook lo logró, pero Instagram y Twitter fueron más crueles: con predilección por la libre competencia y el individualismo, en estas últimas las relaciones se expanden en términos acumulativos y cuantificables, según índices de “seguidores” y “likes”.

Mejor dejar fluir y no hacer caso a ese bello pero triste cuento de Dolina que lleva por título “La decadencia de la amistad”.

Es dudoso que el 20 de julio haya quienes se pongan a intelectualizar tanto esta efeméride.

Ni siquiera el aislamiento por cuarentena logrará dispersar la atención.

Ese día habrá quienes estén encendidos a través de sus pantallas para saludar o responder mensajes, reír o recordar anécdotas que quizás nunca hayan sucedido, llorar por quienes ya no están o maldecir alguna que otra traición; todas acciones lejanas a esa artesanal ilusión de nuestro Enrique Ernesto Febbraro, el hombre que al cerrar sus ojos proyectó un mundo mejor y más hermanado. Creyó que la amistad podría tener conexión directa con la conquista del espacio; sin pensar que tal hito iba a ser uno de los momentos más peligrosos, egoístas y solitarios de la humanidad.

Autor: Adriano LH

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